El atroz magnicidio de Puntarenas 3: el asesinato de Juan Rafael Mora está decidido antes de que se rinda

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  • Tercera de cinco entregas del capítulo 16 del libro El lado oculto del Presidente Mora, del académico y escritor Armando Vargas Araya (Eduvisión, 2010).


XVI

El atroz magnicidio de Puntarenas


El 14 de setiembre, sin derramamiento de sangre, los rebeldes toman Esparza y Puntarenas, dejan un destacamento en el cruce del río Barranca y abren una trinchera con siete cañones en la Angostura. El martes 18 desembarcan -desarmados- el ex Presidente Mora, el general José María Cañas, el general José Joaquín Mora, el sobrino Argüello, un coronel salvadoreño y tres hombres más. No hay pronunciamientos en el interior, ni llegan refuerzos. El sudamericano huye al oír los primeros tiros y el lunes 24 cae el paso del Barranca. En la mañana del viernes 28, el general Cañas recibe informes secretos de los feroces planes del régimen, propone al ex Presidente Mora abandonar Puntarenas y dejarlo a él a cargo de todo, pero la idea es rechazada por imperativo de dignidad. En breve y sangrienta refriega -50 cañonazos cuenta un testigo-, como a las ocho de la noche se pierde la Angostura al tiempo que, vía marítima, la ciudad es tomada por el régimen. “Ni Santa Rosa y Rivas pueden igualar a lo arduo y peligroso de este combate”, se jacta uno de los triunviros civiles.

Esa noche de terror hay una orgía de sangre, negocios asaltados, licores robados, ciudadanos blanqueados, fusilamientos callejeros; despavoridos, “algunos moristas se lanzan al mar donde se ahogan o son pasto de los tiburones”. El cónsul usamericano informa que la ocupación del puerto es “sanguinaria. […] Muchas personas desarmadas son abaleadas; las casas son tomadas por asalto, sus ocupantes ejecutados y los bienes saqueados. Es un acontecimiento espantoso”. El New York Times reporta que “las tropas entran como demonios y comienza la matanza indiscriminada. […] Las banderas de los Estados Unidos y del Reino Unido son despedazadas y pisoteadas. […] La casa de Crisanto Medina, agente de los vapores y del ferrocarril de Panamá, es asaltada y los soldados se enfurecen porque logra escaparse el hijo de Medina a quien tenían órdenes de asesinar”. En su propio Diario de Operaciones, el ejército reconoce: “Algunos de los facciosos fueron víctimas de la cólera y venganza de nuestros soldados”. El régimen confesará: “En esos momentos de calor y exaltación fueron fusiladas cuatro personas culpables que tuvieron la desgracia de ser capturadas en esta hora de exacerbación”. Es la praxis novoerista del “¡primero afusilen, luego virigüen…!” -así decía Pancho Villa-. Las atrocidades se conocerán más en el exterior que dentro del país, gracias a los informes de la prensa.

Un recado desde el campo del terror adelanta que la pieza mayor de la cacería oficial “debe estar junto con Cañas y Don José Joaquín sepultados entre el monte, pueda ser mañana los tengamos entre la tierra para siempre. […] Mañana se formará el Consejo de guerra”. El cruel adversario lo tiene todo fríamente calculado desde San José. Los sabuesos del régimen meten las narices en pozos artesianos y hasta en excusados de hueco, en busca “del hombre caído y desgraciado”. El ex Presidente Mora, oculto en una residencia bajo la Union Jack o bandera británica, recibe una nota manuscrita: “La vida de U. salva de la muerte a muchos de los suyos. Si U. se presenta o es descubierto será ejecutado tres horas después, los demás se salvarán y tendrán gracia”. Firma uno de los comisarios civiles del triunvirato de la muerte. Sin capturarlo aún, ni instruirlo de cargos o someterlo a juicio, la condena está dictada desde mucho antes: será ejecutado en tres horas.

Augura el régimen: “Dentro de poco habrá que poner el epitafio. […] Será sepultado entre el chischás de los sables en las playas del Océano”. Escribirá el abogado de su fiero adversario: “Consideramos [la sentencia] como una necesidad penosa, pero indispensable para la conservación del país. […] Sentimos la mano de hierro con que la Providencia manifiesta en momentos críticos su voluntad”. La alevosía del crimen que viene es irrecusable.

La revolución se derrumba cual castillo de arena. Junto con algunos de sus subalternos, el general Cañas se presenta ante las autoridades el sábado temprano, por conducto del vicecónsul de la Confederación Granadina. En vano, el Bayardo Centroamericano -caballero sin miedo y sin tacha- ofrece que lo fusilen a cambio de la vida del ex gobernante.


© Armando Vargas Araya, 2010.



Fuente: Tribuna Democrática



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