Por Fernando Francia*
David Maradiaga murió muy joven, a los 27 años. Era escritor, poeta, ecologista, luchador, soñador y enamorado de la vida. Solidario, alegre, de franca risa, de mirada cuestionadora y de palabra certera.
Era integrante de la Asociación Ecologista Costarricense (AECO), organización que ya había perdido, en un muy extraño incendio en Guadalupe, a tres de sus compañeros: el 7 de diciembre anterior, tan solo seis meses antes, murieron Oscar Fallas, María del Mar Cordero y Jaime Bustamante. David murió el 14 de Julio, pero su cuerpo fue identificado por familiares, amigos y compañeros a inicios de agosto, luego de que familiares y compañeros visitaran hospitales, comisarías e incluso la morgue. Ambos incidentes, el de diciembre y el de julio, rodeados de misterios, ocultamientos y engaños. Oficialmente no se habla de asesinato, pero tampoco se dan, de forma certera y creíble, los orígenes del incidente.
La duda y lo que estas cuatro personas significaban para el movimiento ecologista y social permite hablar de mano criminal. A finales de 1994 AECO había ganado una dura batalla contra intereses forestales, madereros y narcos en la zona sur. La Stone Forestal quería construir un muelle astillero en pleno Golfo Dulce. Pero estos cuatro compañeros trascendieron incluso aquella lucha. Su activismo social, ecologista, político no partidario, pero político en definitiva, iba más allá de una lucha. La lucha de David era por la vida, su lucha era por la autonomía de las comunidades. Su lucha tenía que ver con la libertad, la armonía entre los seres humanos y con su entorno, pero muy especialmente, tenía que ver con los más desposeídos. Los cuatro buscaron, siempre, las oportunidades que se le ha arrebatado históricamente a tanta gente.
David, además de poeta y brillante escritor, era un amigo, amigo de centenares de amigos. Amigos que lo recordamos, que lo extrañamos, que aprendimos, amigos que todavía lo vemos caminar, en forma solitaria en las calles de San José, hablándole a las estrellas o a algún indigente que, a altas horas de la noche, era también su amigo.
David Maradiaga era un ser especial, a los 14 años ingresó, como poeta, a la cofradía (casi se le puede llamar así) de Andrómeda, de la mano de otros poetas malditos, como ya era catalogado David.
Su poesía, firmemente comprometida con la vida, la naturaleza; ácidamente contraria a la hipocresía y al falso pudor del qué dirán, fue premiada, aunque él nunca vio su libro publicado.
David sabía que lo hermoso y grandioso de la vida estaba en algunas pequeñas cosas. Pero también sabía que la única manera de hacer de este mundo un mejor lugar tenía que ver con cambiar, no solo la forma en que se cuida al ambiente, sino, sobre todo, la forma en que deberíamos cuidarnos unos a los otros, toda la humanidad.
En este mundo de impunidad no es posible dejar pasar un muerto más. No es posible quedarse sin siquiera inmutarse por la violencia y la muerte en Honduras. No es posible no reaccionar ante la desigualdad que provoca la riqueza más absoluta y la pobreza más extrema.
David luchaba y escribía y le dolía la injusticia, así como le duele a este mundo tanta impunidad. Quizás sus familiares y compañeros no sepamos nunca la verdad. Quizás a nivel oficial no pueda afirmarse cómo murieron. Lo que si podemos saber y debemos reivindicar, como sociedad toda, es cómo vivieron. Una vida entregada a la lucha, a las causas comunes de los seres humanos y a todas las especies del planeta.
Especialmente a las causas de nuestra propia gente, de Costa Rica.
Pasados 15 años, ya es hora de que la sociedad por la que tanto lucharon les reconozca su lucha y si no puede decir cómo murieron, que nos pueda dejar en la memoria colectiva cómo vivieron.
*Comunicador
Fuente Diario Extra
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