Por: Juan Rafael Quesada Camacho, historiador
Todo pueblo o país tiene sus héroes y heroínas, se trata de aquellas personas que se han destacado por la realización de actos de gran valentía, los que los han llevado incluso a la entrega de sus vidas. Así, por ejemplo, en la historia de Costa Rica ocupa un lugar especial la figura de Juan Santamaría, y existe un día que, aunque venido a menos en los últimos años, muchos recordamos con gran devoción.
Pero es necesario preguntarse: ¿cuántos costarricenses saben qué se celebra el 4 de julio? ¿Qué porcentaje de la población está enterado o tiene conocimiento de que el 4 de julio es el Día de Pablo Presbere, defensor de los pueblos originarios de Costa Rica? Veamos quién fue ese personaje.
Para responder a estas interrogantes se debe tener presente que a la llegada de los españoles a lo que luego sería llamado Costa Rica, ese territorio estaba poblado por decenas de miles de seres humanos, o sea, por las poblaciones originarias o autóctonas. Los españoles, quienes se creían con el derecho de apoderarse de tierras y personas, impulsados por el afán de enriquecerse, llevaron a cabo la conquista del continente americano por medio de dos instrumentos: la espada y la religión.
Observemos como poco después de 1502, la población indígena concentrada en el Pacífico Norte y el Valle Central fue objeto de varios tipos de violencia: muchos fueron esclavizados y algunos exportados a varios lugares del continente; otros utilizados como mano de obra gratuita; la mayoría obligados a pagar tributos y a proporcionar alimentos y servicios a los españoles. Aunque una parte de la jerarquía indígena colaboró con los invasores, el resto de la población, amistosa al principio, empezó a rebelarse ante los abusos de los conquistadores. Es significativo que aún en Cartago, se dio el caso de que los indígenas fueran descuartizados cuando osaron rebelarse.
Sin bien el dominio español se consolidó en el Valle Central a finales del siglo XVI, aquellos autóctonos que no se sometieron se refugiaron en las montañas. Así, en particular la vertiente Atlántica permaneció inconquistable, debido a su lejanía, a la rigurosidad del clima y, especialmente, a la notable resistencia indígena, a pesar de que ahí los métodos de conquista fueron más violentos que en el resto del país.
La brutal explotación a que fueron sometidos los habitantes originarios de Costa Rica por parte de las autoridades político militares y eclesiásticas, más las enfermedades importadas por los españoles, dieron como resultado un abrupto descenso de ese grupo humano (catástrofe demográfica). Entonces, los conquistadores debieron buscar afanosamente mano de obra en las áreas ocupadas por los llamados “indios bravos”, ubicados en la región atlántica, sobre todo en Talamanca. En consecuencia, desde principios del siglo XVII, a las acciones militares se unió la actividad misionera con el propósito de fundar poblaciones estables y, de esa manera, apoderarse de los aborígenes. Ese proceso se inició en 1605, año en que se fundó Santiago de Talamanca y culminó en 1709, periodo en el cual fueron comunes toda clase de tropelías contra los indígenas, desde el azote hasta la corta de las orejas y la destrucción de sus creencias religiosas.
La reacción de los nativos talamanqueños no fue sumisa; al contrario, opusieron una feroz resistencia. Cada acto de rebeldía era seguido por la represión, lo que fortalecía entre los indígenas, cada vez más, el ansia de rebelarse ante a la opresión extranjera, de defender su libertad y cultura. El 28 de setiembre de 1709, bajo la conducción del cacique Pablo Presbere, comenzó un enorme levantamiento que agrupó a miles de indígenas quienes, armados de arcos, flechas y lanzas de pejibaye, enfrentaron y pusieron en dificultades a los españoles armados de arcabuces. Durante varios meses los primeros pobladores de nuestro país mantuvieron el control de sus tierras, desde la frontera con Panamá hasta las cercanías de Cartago. En realidad, se podría afirmar que recuperaron su derecho a ser soberanos. Pero el gobernador de entonces, Lorenzo Antonio de Granda y Balbín, pidió ayuda militar a Guatemala y, de esa forma, fue aplastada aquella extraordinaria insurrección.
Vencidos los indígenas, centenares de ellos fueron amarrados y conducidos a Cartago, donde fueron convertidos en mano de obra gratuita. Sus caciques e inspiradores, entre ellos Pablo Presbere, considerado, según documentos de la época, el principal motor de esa rebelión, fueron sometidos a juicio. Presbere fue sentenciado a ser arcabuceado y decapitado y, una vez muerto, con el fin de amedrentar a sus seguidores, sus restos debían ser exhibidos públicamente.
Para comprender mejor los alcances de estos hechos, se debe tener presente que ese caudillo era reconocido como el guerrero más respetado de la región. No es de extrañar entonces que al ser condenado, diera pruebas de gallardía y altivez, pues a pesar de ser torturado para que delatara a los otros dirigentes, prefirió callar y asumir él solo las consecuencias de esa gesta liberadora.
Sin ninguna duda, Pablo Presbere es digno merecedor del título de Defensor de los pueblos originarios de Costa Rica. Aparte del monumento erigido en su honor, ubicado en el cantón central de Limón, en nuestro país no existe otra institución que rinda tributo a esta egregia figura de nuestra nación para que se conserve memoria de esta fuente de nuestra nacionalidad. En algún momento, un colegio de nuestra capital fue llamado Pablo Presbere, pero en un acto de eurocentrismo inexplicable que debería avergonzarnos, ese nombre fue sustituido por otro totalmente anodino. Dado que la preservación de las raíces de un pueblo debe ser una misión que nos compete a toda la ciudadanía y que es una tarea permanente, es justo y absolutamente necesario que veamos siempre a Pablo Presbere como aquel ancestro que supo encarnar los valores sagrados de libertad, identidad y soberanía.
Fuente: Tribuna democrática
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