Por Pablo Siris*
Hay momentos en la vida de todos en que decidimos -bien o mal- casi sin pensar. Momentos en que nos jugamos hasta los calcetines por lo que consideramos más vital o más sagrado. Ayer (domingo) me tocó a mí confrontar con un nivel de barbarie que me niego a considerar humana. Y decidí sin pensar, abandonando mi tarea como periodista. Y sin duda que no deseo volver a estar en esa situación, pero lo volvería a hacer.
Pasadas las 4:00 de la tarde de una jornada de batallas campales que se dieron en el Plan 3000 -con decenas de escaramuzas entre miembros de la Unión Juvenil Cruceñista (ultra-derecha) y grupos de vecinos del Plan 3000 defensores de la unidad boliviana, y con varios enfrentamientos más entre ambos grupos y la policía- y cuando ya habían sido retiradas las “ánforas” (urnas electorales) del Colegio Paulina Trevent -epicentro de estos enfrentamientos- me encontraba haciendo tomas fotográficas de los militantes cruceñistas, eufóricos por haber logrado que al menos uno de los centros de votación hubiera permanecido abierto, aunque el número de votantes fuera escaso.
De repente corridas, y cuarenta o cincuenta jóvenes armados con cadenas de motocicleta, palos con clavos y tubos se dirigieron a la cancha ubicada detrás de ese colegio. Al ir detrás de ellos, encuentro un espectáculo que no se me borrará jamás de la memoria: todo ese grupo golpeaba al unísono con estos objetos a un joven indígena colla que estaba tendido en el piso con la cabeza destrozada, la cara desfigurada, y sangre en toda la ropa y cuerpo.
Empiezo a gritar que ya lo dejen quieto, que lo van a matar, y se interponen varios gritando “¡mueran, raza maldita!”, “¡pa' que aprendan que nada tienen que hacer en Santa Cruz!” y otro que me interrogaba “¿pero no ves que son mierda?”. Uno de ellos lo levantó y pretendía llevarlo a donde estaba el grueso de los cruceñistas para presentarlo como un trofeo.
Es ahí que me decidí a intervenir de manera más decidida, tomé al joven colla por debajo de los brazos y empecé a gritar que me lo llevaba, que no iba a permitir que lo mataran. Me exigieron que no tomara fotos y eso hice, pero tuvimos que atravesar a todo el resto de los cruceñistas que aún estaban apostados cerca del colegio que pretendían seguirlo golpeando.
Fui hacia donde estaba el resto de los periodistas gráficos y de medios audiovisuales seguro que las agresiones se detendrían, pero esto no fue así, las cámaras encendidas y los fotógrafos excitaron a los cruceñistas, que decían que queríamos hacer un show, mientras continuaban lanzando golpes.
Pedí a gritos al resto de los colegas que me apoyaran, que primero la vida de esta persona y luego las fotos, y algunos de ellos comprendieron la situación y nos rodearon para impedir que continuara la golpiza.
Luego estos mismos colegas nos acompañaron caminando al Hospital Virgen Milagrosa, ubicado a unas cinco cuadras de distancia, donde Reynaldo -que así se llama el joven- perdió el conocimiento mientras era atendido.
Mientras hablaba con Juan José Espinoza, médico de este hospital dirigido por religiosas, sobre la barbarie de este ataque, él me refirió que en esa misma jornada a una persona le habían arrancado completamente el cuero cabelludo, y que Reynaldo era uno de los trece heridos graves que habían sido atendidos allí.
No pude, no puedo -y no quiero- entender lo vivido por Reynaldo. No acepto que se me diga que son cosas que suceden en el fragor de los enfrentamientos. No puedo aceptar el racismo y el fascismo como normales. No acepto que haya periodistas que prefieran una buena foto a salvar una vida humana. No puedo aceptar que los humanos seamos capaces de actos propios de las hienas.
Prefiero conservar la náusea que se me ha instalado desde ese momento, y simplemente no comprender lo vivido por Reynaldo.
*Periodista venezolano
El énfasis es nuestro
Colaboración de Allan Barboza
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