Unos cuantos añitos han pasado desde la llegada de Mitra, y todavía las mujeres no son muy bienvenidas en la India.
Más vale prevenir que curar, y las hay muy peligrosas, según advierte uno de los libros sagrados de la tradición hindú: Una mujer lasciva es el veneno, es la serpiente y es la muerte, todo en una.
También hay virtuosas, aunque las buenas costumbres se están perdiendo. La tradición manda que las viudas se arrojen a la hoguera donde arde el marido muerto, pero ya quedan pocas dispuestas a cumplir esa orden, si es que alguna queda. Durante siglos o milenios las hubo, y muchas.
En Yucatán, la luna y el sol habían vivido en matrimonio. Cuando se peleaban, había eclipse. Ella, la luna, era la señora de los mares y de los manantiales y la diosa de la tierra.
Con
En las costas del Perú, la humillación tuvo fecha. Poco antes de la invasión española, en el año 1463, la luna
Podían morir apedreadas las adúlteras, las hechiceras y las mujeres que no llegaran vírgenes al matrimonio; marchaban a la hoguera las que se prostituían siendo hijas de sacerdotes y la ley divina mandaba cortar la mano de la mujer que agarrara a un hombre por los huevos, aunque fuera en defensa propia o en defensa de su marido.
Durante cuarenta días quedaba impura la mujer que paría hijo varón. Ochenta días duraba su suciedad, si era niña. Impura era la mujer con menstruación, por siete días y sus noches, y trasmitía su impureza a cualquiera que la tocara o tocara la silla donde se sentaba o el lecho donde dormía.
El poder macho, que ya se había impuesto en la tierra, estaba poniendo orden también en los cielos. La diosa Shi Hi fue partida en dos dioses, y la diosa Nu Gua fue degradada a la categoría de mujer.
Shi Hi había sido la madre de los soles y de las lunas. Ella daba consuelo y alimento a sus hijos y a sus hijas al cabo de sus agotadores viajes a través
Cuando fue dividida en Shi y en Hi, dioses varones los dos, ella dejó de ser ella, y desapareció.
Nu Gua no desapareció, pero se redujo a mera mujer. En otros tiempos, ella había sido la fundadora de todo lo que vive: había cortado las patas de la gran tortuga cósmica, para que el mundo y el cielo tuvieran columnas donde apoyarse, había salvado al mundo de las catástrofes del fuego y del agua, había inventado el amor, echada junto a su hermano tras un alto abanico de hierbas y había creado a los nobles y a los plebeyos, amasando a los de arriba con arcilla amarilla y a los de abajo con barro del río.
Cicerón había explicado que las mujeres debían estar sometidas a guardianes masculinos debido a la debilidad de su intelecto.
Las romanas pasaban de manos de varón a manos de varón. El padre que casaba a su hija podía cederla al marido en propiedad o entregársela en préstamo. De todos modos, lo que importaba era la dote, el patrimonio, la herencia:
Los médicos romanos creían, como Aristóteles, que las mujeres, todas, patricias, plebeyas o esclavas, tenían menos dientes y menos cerebro que los hombres y que en los días de menstruación empañaban los espejos con un velo rojizo.
Plinio el Viejo, la mayor autoridad científica del imperio, demostró que la mujer menstruante agriaba el vino nuevo, esterilizaba las cosechas, secaba las semillas y las frutas, mataba los injertos de plantas y los enjambres de abejas, herrumbraba el bronce y volvía locos a los perros.
Como Eva, como Pandora, Tlazoltéotl tenía la culpa de la perdición de los hombres; y las mujeres que nacían en su día vivían condenadas al placer.
Tiempo después, su voto resultó decisivo en el tribunal de los dioses, cuando el Olimpo tuvo que pronunciar una sentencia difícil.
Apolo asumió la defensa. Sostuvo que los acusados eran hijos de madre indigna y que la maternidad no tenía la menor importancia.
Una madre, afirmó Apolo, no es más que el surco inerte donde el hombre echa su semilla. De los trece dioses del jurado, seis votaron por la condenación y seis por la absolución.
Atenea decidía el desempate. Ella votó contra la madre que no tuvo y dio vida eterna al poder macho en Atenas.
*Capítulos del libro Espejos/ Una historia casi universal, de Eduardo Galeano
Fuente Rebelión
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