Por Alejandro Nadal
El mundo vive una crisis inédita: los precios de todos los alimentos básicos y en especial de los tres principales cultivos en el mundo: maíz, arroz y trigo, se han duplicado en los últimos 20 meses. Lo mismo sucedió con los costos de aceites comestibles, frutas y verduras. Las consecuencias son devastadoras para los 3 mil millones de pobres (la mitad de la población mundial) que viven con dos dólares diarios y que hoy gastan 80 por ciento de su ingreso en alimentos.
Los medios de comunicación explican la crisis por algunas sequías, la demanda en China e India, y el desvío de tierras para agrocombustibles. Con estas “explicaciones”, los promotores del modelo agropecuario neoliberal aprovechan la coyuntura para impulsar políticas que son más de lo mismo: más apertura comercial y mayor difusión a las nuevas tecnologías (como los transgénicos).
Por eso Robert Zoellick propone que ahora sí hay que relanzar la Ronda de Doha, y Pascal Lamy, director de la Organización Mundial de Comercio (OMC), afirma que sólo la Ronda de Doha puede estabilizar la situación actual. Los brujos del libre comercio han hablado.
Pero la realidad es terca frente a la brujería. Hoy sabemos que la oferta sigue siendo superior a la demanda de alimentos: desde 1961 la producción mundial de cereales se triplicó, mientras que la población se duplicó. Y en 2007 la producción mundial de cereales superó los 2 mil 300 millones de toneladas (un crecimiento de 4 por ciento en relación con el año anterior). Entonces, ¿por qué el aumento de precios?
Esta crisis es resultado de tres décadas de políticas equivocadas para el sector agrícola a escala mundial. Esas políticas erosionaron la capacidad productiva de millones de campesinos y productores independientes en el mundo, con un altísimo costo ambiental que pagarán las generaciones futuras. También dislocaron las redes de comercialización mundial y socavaron la soberanía alimentaria de familias y comunidades rurales en todo el planeta.
La apertura comercial permitió a los países ricos inundar los mercados de las naciones pobres con sus productos agrícolas, altamente subsidiados y a precios artificialmente bajos. También abrió el mercado de tierras y permitió su concentración en pocas manos. Al mismo tiempo, se retiró el apoyo gubernamental al campesinado en un contexto de política macroeconómica dictado por el Fondo Monetario Internacional y el Banco Mundial.
La soberanía alimentaria se abandonó como objetivo y se impulsó la concentración de poder económico en manos de unos cuantos jugadores. El resultado fue que los productores locales sufrieron un ataque con fuego cruzado y los beneficiarios fueron los grandes consorcios comercializadores y procesadores de granos y aceites a escala planetaria.
La concentración de poder en unos cuantos grupos corporativos gigantes ha propiciado la especulación, así como la manipulación de inventarios y precios. Eso explica los recientes aumentos en las ganancias de Cargill (86 por ciento en el primer trimestre de 2008), ADM (67 por ciento en 2007), Monsanto (44 por ciento), Bunge (49 por ciento en 2007) y Syngenta (28 por ciento en 2007). Mientras los pobres del mundo gimen adoloridos, los buitres afilan sus garras.
La OMC jamás quiso ocuparse de esto. Frente al uso regular de prácticas desleales de comercio, ese organismo debió haber impulsado un acuerdo mundial para contrarrestar los efectos nocivos de la concentración de poder de mercado. En lugar de hacerlo, simplemente desvió la mirada hacia la tierra prometida de los beneficios ilusorios de la apertura comercial.
La crisis revela que el modelo agropecuario neoliberal está en bancarrota. La alternativa está en una agricultura social y ambientalmente responsable. Las organizaciones civiles (comenzando con Vía Campesina) lo saben. La tecnología de esta producción sustentable está disponible y el abanico de políticas económicas alternativas es conocido. Los que no están listos son los gobiernos y sus funcionarios entregados a las grandes corporaciones.
Fuente Rebelión
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