Histeria

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Por Luis Paulino Vargas Solís


Se ha puesto de moda hablar de seguridad ciudadana. La prensa exalta el tema y lo viste de amarillo chillón. Es lo esperable, ya que la histeria es buen negocio para estas corporaciones mediáticas que cuando no están ocupadas en maquillar a Arias o ponerle altavoces a lo que dicen los procónsules de Bush, andan a la caza de ganchos publicitarios que, de un solo jalón, vendan e idioticen.

Bien sabemos que usufructúan del envilecimiento de la sociedad. Y, como no podía ser de otra, los políticos ponen cara ceremoniosa y escandalizada. Les gusta bailar al ritmo que impone el sonsonete mediático. Más aún cuando algunas de las divas de la política -de doña Mayi a don Johnny- han resultado víctimas de los hampones.

Que, claro está, a nadie le importa si a doña Zoila le roban en su pulpería ¿Pero que le arrebaten un frasco de perfume francés a la diputada Del Vecchio o bajen de su súper chuzo al Ministro de Hacienda? Es hecho insoportable y refleja una cosa simplemente aberrante: lo igualados que se han vuelto los hampones.

Claro que esto es pura charanga, como, en general, charanga pura es lo que hablan las corporaciones mediáticas y que, como loritos, repiten los políticos oligarcas.

Y como se trata de crear histeria, la cosa no se agota en reiterar que en materia de seguridad estamos en la calle, sino en persuadir -hasta el límite de la más rotunda estulticia- que todo se debe a los cacos son muy malos. Y como con tal perversidad quieren hacernos la vida imposible a la gente decente, la solución es una y solo una: endurecer las leyes y meterlos en la cárcel hasta que se pudran (se supone que lo de “decentes” incluye a los políticos oligarcas, frente a lo cual, y al menos de momento, conviene esbozar una sonrisa disimulada y condescendiente).

La charanga implica bulla pero no contenido. Y frente a eso estamos: un bullón sin contenido. El problema no es que los delincuentes sean malos. En general lo son en grado considerable, pero con seguridad no más que esos pillos de traje elegante y pelo engominado, que hablan bonito mientras hurtan todo un patrimonio histórico construido por generaciones enteras de hombres y mujeres costarricenses.

Infinitamente más importante es constatar que la sociedad que nos toca en castigo vivir, posee una inmensa capacidad para crear enormes frustraciones; grandes cúmulos de insatisfacción y agresividad contenidas; ríos inmensos de desesperanza e incertidumbre frente a la vida y el futuro. Justo por ello esta sociedad es cada vez más insegura, y, cada día más, es terreno fértil para la delincuencia, el crimen y la violencia.

Pensemos en los jóvenes, en especial esos muchachos y muchachas de las barriadas populares. A lo sumo se les ofrece una educación de tercera así como trabajos precarios, mal pagados y sin ningún derecho laboral.

En sus vecindarios pululan las ofertas de drogas y, por supuesto, no escasean sitios oscuros propicios para el amor furtivo y apresurado. Pero, en cambio, escasean parques y canchas y piscinas y jamás se presenta ocasión alguna para la danza o el teatro o la música. Esas cosas les están vedadas.

La basura y las alcantarillas malolientes las sustituyen. Jóvenes sin esperanza son jóvenes que no tienen nada que agradecer a quienes, más viejos que ellos, han sido incapaces de heredarles un mundo amigable donde vivir. Así, el problema no es que estos chicos y chicas sean problemáticos y violentos. Es que, a decir verdad, no tienen ninguna buena razón para ser distintos de como son.

En general, este capitalismo neoliberal y especulativo es intrínsecamente violento y decadente. Hace tiempo perdió todo sentido de lo que significan palabras como moderación, sobriedad o prudencia. Su signo es el exceso y, en consecuencia, la obsesión.

Obsesión por consumir y despilfarrar sin límites. Por ser ricos, tener y exhibir mucho y pavonearse como poderoso y humillar y maltratar al débil, al pobre o humilde. Es una sociedad enferma, dotada de un tremendo poder para, a su vez, enfermar a las personas.

La cosa no es entonces que se “pierdan” los valores. Es que este es un sistema orientado compulsivamente hacia valores destructivos, o, si usted lo prefiere, antivalores: los de la competencia feroz; el consumismo desbordado; la erótica desenfrenada del poder; el tener y exhibir e imponerse.

Es un sistema enemigo de la paz, de la convivencia asentada en la justicia y el respeto, del equilibrio con la naturaleza. Es una inmensa maquinaria de violencia y, por lo tanto, una matriz ubérrima gestora de crimen y delincuencia.

Ese es el tipo de razones más fundamentales por las que uno ha luchado contra esperpentos como el TLC. Porque este contiene y exacerba este poder de descomposición que la sociedad neoliberal carga consigo. Claro que la oligarquía-con La Nación y Arias a la cabeza- jamás admitirá que las cosas son justo así. Por ello montan este espectáculo histérico y amarillista alrededor del tema de la criminalidad.

Cierto que se necesita más y mejor policía y vigilancia. Pero debe admitirse que ello es tan solo un paliativo frente a un problema de raíces mucho más profundas. Y, a fin de cuentas, lo que la oligarquía propone no tiene un gramo de sensatez: construir muchas, muchas cárceles. Y llenarlas hasta el techo. Esto tendría un altísimo costo económico, pero sobre todo es pavorosa la idea de asumir como legítima y deseable una sociedad que se levanta sobre una tragedia humana de tales proporciones.


Fuente Tribuna Democrática

Caricatura El Roto


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